La
escultura es materia, hierro, piedra, bronce o barro, en definitiva cualquier elemento
susceptible de ser trabajado por el autor que, acompañado por la ausencia de
material da sentido a la obra.
Pero... ¿Qué
es lo que la obra esconde? ¿Qué guarda en su interior? ¿Qué importancia tiene
lo que por lo general no ve el espectador?
Una
escultura, según su material, tiene una estructura interna, un negativo de lo
que vemos, una masa que le da consistencia e incluso un espacio hueco que
también puede ofrecer la misma función. Hasta la obra en la que aparentemente pensamos que no hay nada, tiene algo en su interior y es ese algo la parte más
importante de la escultura. Hablamos del escultor.
Dentro
de la obra está su creador, y es él, el que desde sus entrañas y el de la
materia, nos brinda una imagen.
En lo
más íntimo, en esa parte oculta ante nuestros ojos, está el reflejo del
escultor. Años de aprendizaje, oficio, noches de insomnio, días interminables
de taller, un edificio construido a base de éxitos y fracasos… La escultura es
materia, sí, un ente perceptible al ojo humano, un sólido palpable que nuestras
manos acarician, pero carente de sentido sin lo anteriormente citado.
La
presente obra es un reconocimiento a la labor de quien realiza la escultura, esa
figura situada frente al espejo de un recinto aparentemente vacío pero cargado
de contenido. La obra escultórica va más allá de la peana que la sustenta, el
museo o la galería que la alberga, es parte del viaje de alguien que ha optado
por el oficio más bello… es, «El reflejo
del escultor».
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